En los últimos días, episodios vinculados a la violencia ocuparon el centro de la escena mediática y política. 

El ataque que recibió el ex gobernador Ángel Rozas por parte de sectores vinculados al justicialismo chaqueño, la balacera a militantes radicales en Paraná, el tiroteo en el frente de la casa del gobernador de Santa Fe, Antonio Bonfatti y a un oportunamente publicado video que da fe del patoterismo de un Cabandié ofendido porque una agente de tránsito quiso multarlo. 

Las experiencias no son suficientes para hacer ningún tipo de análisis trágico; pero exigen una reflexión respecto del modo de hacer y decir en política durante la era kirchnerista.

No hace mucho tiempo atrás en nuestra historia, dijimos haber cerrado para siempre la etapa de los matonismos. Costó una generación diezmada entender que la pluralidad, la diferencia, no estorban sino que complementan. Un baño de sangre parece haber sido la trágica exigencia de la historia nacional para que la mayoría de la sociedad argentina comprendiese que defender el cambio por la vía pacífica y democrática no era ser un “esbirro de la burguesía cipaya” (Frase bastante común en los setenta para el que creía más en las urnas que en las metralletas) sino un militante que, aun advirtiendo las mismas injusticias, no estaba dispuesto a renunciar a la dignidad humana y a la convivencia tolerante como ejes centrales de cualquier construcción ideológica.

Así las cosas, a más de uno le resultará innecesaria –por obvia- la reiteración de esos valores como pilares de una sociedad democrática. El problema aparece cuando desde el discurso oficial, desde los mismos estrados gubernamentales, no se exige comprensión sino reivindicación del actuar de quienes ponderaron o ponderan la fuerza como partera de un nuevo sistema social que se les presenta más justo. Ahí están los militantes fogoneados por la retórica oficial utilizando la jerga de los 70, cantando sus canciones y utilizando sus símbolos. 

Ahí están, al tiempo que en el resto del Cono Sur, ex líderes involucrados con procesos políticos similares como “Pepe” Mujica o Dilma Rousseff, con humildad, releen sus actuaciones en clave crítica y piden disculpas por lo que les toca. Ahí están esos militantes que escuchan a sus referentes decir que la oposición es la derecha asesina de la dictadura, que quiere el golpe, la vuelta al Estado genocida, etc. ¿Cómo no advertir que la violencia aparece, de nuevo, como un ingrediente necesario de determinados discursos? Las consecuencias están a la vista: Una sucesión de hechos que, digámoslo, se presentan aisladamente pero no sin cierta lógica detrás.

Deben los conductores de este modelo (de cualquier modelo) asumir una postura clara, sin ambigüedades ni medias tintas, que condene de plano la violencia como método, dejando en claro que la cultura del patrón de estancia y del guapo las fuimos dejando atrás conforme madurábamos como colectivo.

No puede la sociedad argentina darse el lujo de equivocarse de nuevo: La violencia es camino hacia ningún lugar, la violencia no conduce y –por lo tanto- la violencia no es política. Es delincuencia.

FUENTE:
JR NACIONAL